Verónica, por Ally Marcus

La noche era joven, Sam y Peter habían quedado para salir a esa nueva discoteca de moda del centro. No había pérdida, en la entrada del local había varias personas congregadas, unos haciendo fila para el acceso, otros dando ebrias caladas a sus cigarrillos… A ambos lados de la puerta, las paredes estaban llenas de carteles anunciando próximas fiestas, conciertos o eventos, pero lo que llamó la atención de Peter no fue eso, sino los papeles pegados precariamente con celo en la ruinosa papelera de enfrente. Se trataba de varios carteles de “Se busca” con fotos de chicos desaparecidos. Peter se fijó en ellos, pero solo durante un segundo, ya que, pronto, los amigos accedieron al local y Peter olvidó el tema.


Durante horas ambos bebieron y disfrutaron de la música. También intentaron seducir a varias chicas, con más o menos éxito, hasta que Peter divisó entre la gente a una chica que lo dejó perplejo. Era, sin duda, su tipo. Parecía perfecta, hermosa, esbelta y lo más llamativo: sola.

Como si los astros se alineasen, ella le devolvió la mirada entre aquel oscuro mar de cuerpos y luces parpadeantes, lo que dio a Peter el impulso para acercarse. El tiempo voló a su lado, hablaron y bebieron juntos y finalmente salieron juntos del local.

Peter no dudó en montarse en el coche de ella, que parecía perfectamente sobria para conducir. Él no estaba borracho, pero sí sentía que el alcohol ingerido aquella noche nublaba un poco su cabeza. Se dejó llevar hasta su casa, un lugar que le resultó, cuanto menos, sorprendente. Se trataba de una antigüedad, una finca situada en la parte alta de la ciudad, de dos pisos y de gran tamaño. Al principio, Peter se sintió extrañado cuando ella insistió en que vivía sola en aquella inmensa vivienda, pero la siguió al interior. Pronto, los recelos de Peter se evaporaron en los labios la misteriosa y atractiva mujer, cuyo nombre le pareció tan bello y exótico como ella. Se llamaba Verónica.

Ambos se dejaron caer sobre la cama de un amplio dormitorio del segundo piso y Peter, con los sentidos atontados y el ansia a punto de ser saciada, acalló la leve voz de su cabeza que le decía que esa noche, en esa casa, algo no iba bien.

Amanecía cuando volvió a abrir los ojos. Verónica dormía a su lado, como si de un ángel oscuro se tratase. Pero, ¿qué le había despertado? No había sido la incipiente luz del día filtrándose por la ventana, tampoco la suave respiración de su compañera… no, había oído un ruido. Parecían pequeños golpes en algún punto de la casa, no les dio importancia la primera vez, pero a los pocos segundos volvieron a sonar. Parecían acercarse.

Con cuidado, Peter se levantó de la cama, se puso su ropa y, sigiloso, buscó el origen de esos suaves golpes. La pared del pasillo, o eso parecía, era el epicentro. Entonces algo le puso los pelos de punta. Escuchó un gemido, como de un animal herido, muy leve pero casi audible, sonando en medio del pasillo. Peter sintió un cosquilleo ansioso al abrir la puerta de la estancia más cercana, esperando encontrar ahí, tal vez, una mascota enferma o, al menos, una explicación para aquel tétrico sonido. Sin embargo, la habitación era un simple dormitorio vacío. Qué raro.

La voz de Verónica lo sobresaltó a sus espaldas y se sintió, de inmediato, avergonzado por haber estado husmeando sin el permiso de la anfitriona. Sin embargo, Verónica no parecía enfadada. Se le acercó con una sonrisa en esos labios llenos, insinuante, coqueta, y le preguntó si quería desayunar. Peter aceptó.

Mientras llenaba su estómago de tostadas y delicioso café recién hecho, Peter se atrevió a preguntar a Verónica sobre esa casa. Ella le dijo que era nueva en la ciudad, antes vivía en otra parte, pero su tío había fallecido recientemente y la casa era su herencia. Todavía se estaba acostumbrando a tener todo ese espacio para ella sola, pero la ciudad le gustaba mucho y pretendía quedarse. Peter se alegró de oír aquello, la idea de ver a Verónica más veces en el futuro le resultó agradable, para variar, y ambos se sonrieron. La velada había resultado casi perfecta, pero ya era hora de volver a su rutina, pensó Peter; sin embargo Verónica le ofreció una ducha antes de irse y a él le pareció una buena idea.

Había pensado en un nuevo escarceo sexual con Verónica bajo el agua, pero cuando ella le dio una toalla y lo dejó solo en el cuarto de baño supo que se había equivocado. Daba lo mismo, ya que estaba ahí aprovecharía la ocasión. Se desnudó y se metió bajo el chorro de la ducha, sintiendo cómo el agua caliente le relajaba los músculos y le limpiaba el cuerpo. Fue entonces cuando volvió el gemido, cerca, muy cerca. Peter se asustó, apagó el grifo y aguzó el oído. Los golpes se oyeron de nuevo y él salió de la ducha, rodeando su cintura con la toalla. Sintió entonces un mareo repentino, como si tuviera una bajada de azúcar. El jadeo sonó, más fuerte todavía, y el mareo se intensificó. ¿Qué le pasaba?

Las piernas le flaquearon y cayó en el suelo enlosado del baño. De nuevo escuchó golpes, gemidos, ruidos extraños… Supo entonces que algo no iba nada bien, y se desmayó.

Al abrir de nuevo los ojos lo primero que sintió fue dolor. La cabeza le martilleaba, sentía intensas punzadas de dolor en sus piernas y también en uno de sus brazos, pero lo más insufrible era el escozor en sus labios. Alzó la mano y se tocó, pero en lugar de piel encontró hebras de un vasto material que alguien había usado para coserle la boca. Quiso gritar, pero intentarlo solo le producía más dolor. Consiguió incorporarse, y miró a su alrededor. Se encontraba en un lugar oscuro, sucio y angosto. Una rata corrió a su lado, y se percató de que aquello parecía un túnel largo y estrecho.

Se movió y notó que tenía el hombro izquierdo dislocado. Además sus piernas estaban llenas de golpes, doloridas y tumefactas. Tenía un tobillo hinchado, probablemente roto, y un profundo corte mal cosido en uno de sus muslos. Había sangre en su ropa, solo unos calzoncillos, y en muchas partes de su piel. Gimió con desesperación y el dolor de sus labios se intensificó.

Entonces, se fijó en un haz de luz que se filtraba a través de la pared. Se arrastró hasta él y acercó su cara. A través de esa pequeña grieta contempló la realidad que no había sido capaz de ver a tiempo. Verónica, en su cocina, fregaba los platos del desayuno mientras tarareaba. Peter gimió y ella lo escuchó. El último hilo de esperanza que le quedaba se rompió cuando ella se giró y lo miró con una perversa sonrisa de satisfacción. Sabía que él estaba ahí, quería que él estuviese ahí… Ella le había hecho eso.

Peter lloró desesperado, sin saber que las cosas aún podían ser peor. Un ruido de pasos al final del oscuro túnel lo hizo callar. Una siniestra silueta se recortaba en el contraluz y Peter quiso huir, aunque solo pudo arrastrarse, mientras ese extraño individuo se acercaba. El tenue rayo de luz le reveló que no estaba solo tras las paredes de aquella casa.

No había sido el primero, ni tampoco sería el último emparedado sin piedad en la casa de Verónica.

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