Sin perdón, por Ally Marcus

No soportaba los lloriqueos de esa gente. Hombres hechos y derechos que perdían la dignidad y las formas en cuanto se daban cuenta de que habían perdido todo lo que poseían en un calculado giro de los acontecimientos. Calculado para él, claro. Era un cabrón astuto, abogado corporativo de la parte ganadora, siempre de la parte ganadora. Todos en el mundo de los negocios y las finanzas sabían que si se enfrentaban a él, ya fuese en reunión previa para intentar llegar a un acuerdo, o en la misma sala del juzgado, no tenían nada que hacer. ¿Su nombre? Jace Bromson.

Tenía un pasado misterioso, nadie sabía de dónde había salido y lo único que conocían de su pasado eran las credenciales de la Universidad de Columbia, y su puesto en el colegio de abogados de Nueva York. Para todo lo demás, Bromson era un misterio. Vivía en un lujoso ático del Upper East Side. Se dejaba ver por restaurantes con glamour y eventos de la jet set como si hubiese nacido entre algodones, como la gente a la que solía representar, pero para el ojo observador siempre quedaba un deje, un gesto, una actitud que denotaba que su origen era más bien humilde. 

 Esa noche Jace Bromson tomaba una copa en uno de sus clubs favoritos con su socio, Everet Jones. El tipo le estaba contando su último caso relacionado con fraude y extorsión en el mundo de la política. A Bromson no le gustaba la política, no era el estanque en el que nadaba mejor, él prefería el impersonal mundo de los intercambios de favores, las contabilidades B, las fusiones empresariales y las traiciones corporativas. En una mesa de directivos se sentía como pez en el agua y por eso escuchaba sin interés la charla de su compañero. Casi agradeció que el móvil comenzase a sonar en el bolsillo interior de su americana, aunque torció el gesto cuando vio que se trataba de Holly, esa zorra interesada a la que se había tirado un par de veces.

«Tenemos que hablar» le decía, Jace casi tuvo ganas de reír. Si pretendía manipularle, lo tenía claro. 

 

Quedó con ella, no obstante, en el motel de siempre. No era uno de esos sucios antros de carretera, el establecimiento ofrecía habitaciones por horas y servicios de calidad por un módico precio. Se lo había recomendado el CEO de una de las empresas informáticas más punteras del país unos meses atrás, cuando le había ayudado a quedarse con las acciones de la compañía que estaban a nombre de su esposa. Quería divorciarse sin poner en peligro su suculenta cuenta corriente ni la liquidez intachable de su empresa. Había sido una jugada fácil para Jace, coser y cantar.

Holly ya lo estaba esperando y, con un insufrible tono victimista le contó que había quedado embarazada. La expresión de Jace seguía siendo impasible mientras ella lloraba con fingido dolor. ¿Qué esperaba de él? ¿Acaso creía que iba a permitir que ese supuesto hijo, de ser real, llegaría a nacer? No iba a permitirlo.

Con toda la frialdad que le caracterizaba, Jace le puso un cheque de mil dólares en la mano y le ordenó poner fin a ese embarazo. Acto seguido rompió la relación de forma fulminante y salió de la habitación. Lo único que le molestaba de aquella situación era lo mucho que echaría de menos la habilidad de Holly para satisfacerle en la cama.

Salió del motel en dirección al aparcamiento donde había dejado su coche. Era un modelo deportivo de línea exquisita que atraía las miradas curiosas de las mujeres y los celos viscerales de los hombres. Lo adoraba.

Arrancó y tomó la interestatal de regreso a Nueva York cuando una llamada lo distrajo. Era uno de sus clientes, gerente de una ONG acusada de haber desviado fondos de las donaciones para enriquecer a sus directivos. Por supuesto, nada de aquello iba a poder demostrarse, no si Jace Bromson hacía su magia.

Jace le dio instrucciones precisas sobre cómo actuar después de la investigación de la fiscalía, que no había encontrado nada. Se encontraba tan embebido en la conversación que no vio aquella figura oscura que cruzaba la carretera. Frenó de inmediato, pero era ya tarde. Sintió el golpe, escuchó el ruido sordo de la colisión de su parachoques con algo sólido y la elevación de las ruedas delanteras al pasar sobre ese algo. El corazón se le detuvo. ¡Joder!

Ignoró la llamada, a pesar de que su interlocutor seguía preguntando qué había pasado. Salió del coche y, con el pulso disparado, se obligó a mirar. Se encontraba en un suburbio, estaba rodeado de fábricas y locales abandonados. Sobre su cabeza se encontraban las vías del tren que, en ese momento, no circulaba y a su alrededor no había ni un alma.

Buscó entonces a su víctima con al firme intención de deshacerse del cuerpo en uno de los contenedores de la zona, borrar las huellas y fingir que nada había pasado. Sin embargo, ahí no había cuerpo. ¿Cómo coño era posible? ¡Lo había visto! No podría decir si era hombre o mujer, joven o viejo, pero estaba claro que había chocado contra alguien.

Dio vueltas alrededor de su coche, confuso y alterado. El parachoques parecía intacto, no tenía ni una mínima marca, y Jace se quedó perplejo. ¿Sería posible que lo hubiera soñado?

Sí, eso sería. Se había quedado dormido al volante durante un segundo y había tenido ese sueño. Suspiró, se aflojó la corbata y se dispuso a volver al vehículo cuando, de la nada, unas luces cegadoras aparecieron. El sobresalto lo dejó paralizado, las luces se acercaron desde su lado derecho y el sonido de un claxon rasgó el silencio de la noche. Jace solo tuvo tiempo de cubrirse inútilmente con las manos y esperar el dolor. Gritó.

En ese instante se incorporó en la cama de su apartamento, cubierto de sudor y con el corazón latiendo a un ritmo vertiginoso. Le picaba la espalda, los brazos… sentía un tremendo ardor en la piel de su pecho, su torso…

Se incorporó, tratando de calmarse. Estaba claro que todo había sido una pesadilla.

El picor, no obstante, seguía, de modo que Jace se levantó y se dio una ducha. Acababa de salir cuando unos golpes en la puerta lo alertaron. Miró a través de la mirilla antes de abrir y encontró a Holly en el umbral. ¿Qué demonios querría? Suspiró, molesto, y abrió la puerta antes de que a esa zorra se le ocurriese armar un escándalo en su edificio.

Nada más separar la hoja del marco, la chica dio un empujón a la puerta y se lanzó sobre él. De un puntapié cerró y, con la fuerza de un vendaval, arrastró a Jace hasta el sofá. Él, sorprendido, no fue capaz de reaccionar a tiempo y de pronto se encontró tumbado de espaldas en el sofá, con Holly a horcajadas sobre él. Solo llevaba una toalla atada a su cintura, acababa de salir de la ducha, y Holly se la arrancó con indolencia. Comenzó a masturbarle.

A pesar de la perplejidad inicial, Jace dedujo que la chica quería un último polvo. Una despedida o incluso sexo por despecho. Se temió que fuese a ponerlo a tono para dejarlo con las ganas en el último momento, como una ridícula venganza por lo que había pasado entre ellos, pero era una jodida diosa en la cama, así que no pudo resistirse mientras ella lamía y besaba su cuello, su pecho, su abdomen… Jace cerró los ojos, dispuesto a disfrutar de la lujuriosa y hábil boca de Holly, cuando sintió algo muy distinto de lo que esperaba.

Un dolor agudo, punzante, frío, le atravesó el diafragma. Abrió los ojos, aterrorizado, y contempló la cara hermosa y crispada de Holly, empuñando un cuchillo de cocina anclado en su pecho. Ella lo extrajo, provocándole un dolor que lo partió por la mitad. Jace gritó e intentó defenderse de una segunda puñalada que encontró su destino en su abdomen. Sintió la bilis inundarle la garganta y el pánico mover sus extremidades sin acierto, solo buscando huir del dolor, la sangre, la hoja helada de aquel cuchillo… pero Holly no paró. Continuó apuñalándole con rabia, con una fuerza sobrehumana, mientras Jace sentía que su mundo se oscurecía poco a poco.

Entonces despertó.

Se encontraba en el sofá. Llevaba puesta solamente la toalla y el cuerpo le ardía, le picaba… Se palpó el torso que parecía normal, a excepción del recuerdo de aquel indescriptible dolor y de la sensación de escozor en su piel. Se incorporó, aturdido, y se dio otra ducha.

Miró el reloj, eran casi las seis de la mañana, de modo que decidió no volver a acostarse y se dispuso a prepararse el café para desayunar. Esa mañana tenía una reunión importante. La auditoría de una de las empresas que representaba.

Sabía que no iban a encontrar nada fuera de lugar, él mismo se había encargado de limpiar cada línea de aquellas cuentas para eliminar la actividad sospechosa. No obstante, para asegurarse, abrió las cuentas y las revisó.

Mientras se tomaba su café comprobó cada detalle, cada movimiento… Él siempre era meticuloso. En ese momento, con el último sorbo de su café, sintió algo raro. El líquido en su garganta se había vuelto denso, pegajoso… tosió. ¿Qué cojones…?

Escupió lo que se había quedado pegado en su garganta y descubrió, con horror, un pequeño ser oscuro y baboso reptando sobre la pulida superficie de su mesa de comedor. Era una sanguijuela. ¿Cómo había ido a parar eso a su café?

Al instante, sintió una náusea y corrió al baño donde descargó su desayuno en el retrete. El asco profundo que sentía se entremezcló de nuevo con aquel picor ardiente por toda su piel. Sus brazos, sus piernas, el cuello, la cara… incluso sentía sus tripas arder.

Jadeó, desmadejado sobre el suelo de baldosa de su baño. La reunión era en una hora, pero se sentía tan mal que sabía que no podía asistir. No en ese estado.

Se arrastró como pudo de nuevo al salón, reprimió una nueva náusea cuando vio la sanguijuela moverse sobre la mesa, y se lanzó hacia su móvil. Apenas lo había desbloqueado cuando un golpe ensordecedor en la entrada de su piso atrapó su atención. Un ariete acababa de derribar la puerta y, en menos de cinco segundos, un grupo de policías con uniforme de asalto lo rodeó.

A gritos, Jace exigió saber qué ocurría.

«Jace Bromson, queda usted detenido por fraude, extorsión y estafa. Tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que diga podrá ser utilizada contra usted en un Tribunal…»

Escuchó la perorata con incredulidad. ¿Fraude? ¿Extorsión? ¿Estafa?

No sabía cómo había sucedido aquello, pero en los siguientes días el indestructible y astuto abogado Jace Bromson copó los titulares de los periódicos nacionales y algunos internacionales. Cuentas opacas, ingresos de cantidades astronómicas, actividades de blanqueo de capital, tratos secretos… todo lo que había hecho para sacar a decenas de empresas de los lodazales en que se habían metido. Todo salió  a la luz. Sin embargo, ahora en esas cuentas aparecía a su nombre. Había firmas que no recordaba haber estampado, tratos que no recordaba haber cerrado y comisiones que no recordaba haber cobrado.

No pudo hacer nada. Se vió condenado a prisión preventiva hasta el día del juicio que, con suerte, tardaría meses.

Jace Bromson dio con sus huesos en la cárcel, consciente de que alguien como él sería en aquel lugar como un dulce caramelo en la puerta de un colegio. Y no se equivocaba…

Había visto cómo aquel enorme afroamericano lo miraba, por eso, desde su ingreso en prisión, dos días atrás, no había dormido. El miedo era como una fiera rabiosa que mordía sus entrañas cada vez que su cuerpo le pedía descanso, lo mantenía alerta y rezando por que un milagro lo sacase de ahí. Había llamado varias veces a Everet, pero su socio no parecía estar disponible. Lo odió con toda su alma, deseó tener la oportunidad de vengarse de quien debería haberlo ayudado y que, sin embargo, ignoraba sus gritos de auxilio.

Fue la mañana del tercer día, mientras se duchaba, cuando el tiempo de descuento se le agotó. Su peor pesadilla apareció en el habitáculo con sus dos metros de envergadura y la determinación pintada en los oscuros ojos. Hubo dolor, pero sin duda la humillación fue el daño más lacerante para Jace. Había sido orgulloso, se creía intocable, incluso había estado más de una vez en el lado de su agresor, con mujeres, claro… Comprendió entonces por qué ellas lloraban y suplicaban, por qué luchaban contra algo que parecía inevitable. Jace hizo lo mismo, y cuando todo terminó, al dolor, el odio y la vergüenza se le unió esa sensación extraña que desde hacía días no lo abandonaba. La piel le ardía.

Su pesadilla se repitió al día siguiente, también al siguiente. Por eso, por desesperación, al cuarto día decidió que, si tenía que elegir entre vivir así o morir, prefería morir.  

El protocolo anti suicidios era rígido. Un preso de confianza le acompañaba en todo momento, salvo cuando lo abandonaba para que otros presos abusaran de él. Así que decidió que la única manera de acabar con todo sería lanzarse desde la galería superior al patio. Había unos seis o siete metros de altura. Era muy posible que no muriese, pero sí conseguiría que lo llevasen a la enfermería. Allí podría encontrar algo con lo que acabar con esa miserable existencia.

Se sintió extrañamente vivo mientras miraba al vacío desde la barandilla. Le dolía todo el cuerpo, sentía la piel ardiendo, le escocía cada poro, pero por primera vez desde que su vida se había convertido en ese infierno, sintió esperanza.

Decidido, se encaramó a la barandilla y, ante la atenta mirada del resto de presos, algunos curiosos y otros indiferentes, se lanzó al vacío.

El impacto quedó eclipsado por el ruido de los presos jaleando, riendo, gritando… Y después, la oscuridad.

Despertó sobresaltado. Todo era dolor, escozor, un picor insoportable en cada centímetro de su piel y una angustiosa sensación de ardor en su interior. Quiso gritar, pero entonces se dio cuenta de que algo rígido le atravesaba la garganta. A su lado, una máquina emitía un pitido rítmico, una letanía odiosa, y había vías, goteros y tubos conectados a su cuerpo. Intentó moverse. Necesitaba rascarse con urgencia, calmar esa horrible sensación en su piel, pero descubrió con terror que ninguna de sus extremidades respondía.

El latido rítmico de la máquina comenzó a acelerarse y Jace gimió. El tubo le raspó la garganta. Trató de moverse una y otra vez, con todas sus fuerzas, pero no hubo resultado. Lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Entonces una figura borrosa apareció en su campo de visión. Era una mujer vestida completamente de negro con el pelo largo y oscuro como la noche y los jugosos labios pintados del color de la sangre. No podía distinguir sus rasgos, sus ojos no veían con claridad, pero supo que no era una enfermera y que lo miraba con una expresión de intensa satisfacción.

—Lujuria, avaricia, soberbia, envidia, ira, gula, pereza… has sido malo, Jace Bromson —dijo con voz profunda—. Bienvenido al Infierno. 


 

 

 

Comentarios