Sándalo y Cenizas, por Ally Marcus


"Quémalo en una noche de luna nueva" indicó la bruja, y ella así lo hizo.



Pensando en el odio que sentía, cumplió el ritual. Si hubiera sabido que no era una patraña no hubiera deseado tanto mal, o quizá sí. La odiaba como nunca, le había quitado todo lo que soñaba, pero… ¿La muerte? 

Aquella mañana, en la oficina, el ambiente era oscuro, tenso... al fin y al cabo, una compañera había muerto.
No era el momento más adecuado, sin embargo, el tiempo apremiaba y los negocios son los negocios. El ascenso era suyo, y mentiría si dijera que no se alegraba.

Esa noche se quedó hasta tarde, hasta que no quedó nadie y las luces del edificio se apagaron. Había tantas cosas que hacer, tantas cosas en las que pensar, que al principio apenas notó aquel olor. Un aroma cálido, amaderado y penetrante comenzó a extenderse por la planta de oficinas.

Miró el reloj y se dio cuenta de lo tarde que era, así que se dispuso a recoger e irse a casa, cuando ese intenso olor se hizo casi insoportable. Por alguna razón que no conseguía entender sintió angustia, el impulso irrefrenable de escapar de ahí. Se lanzó hacia el pasillo, y fue entonces cuando vio la silueta oscura al final del corredor.

Lo primero que pensó fue que alguien se había quedado hasta tarde, como ella.
—Hola —saludó con cautela, y comenzó a acercarse. La sensación de alerta la detuvo cuando algo en aquella figura le resultó familiar.

El olor, ese nudo en su estómago y la silueta situada justo junto al ascensor... todo ello la dejó paralizada por el miedo. Notó entonces algo extraño en las manos, como un líquido caliente, deslizándose entre sus dedos. Miró, pero no podía creer lo que sus ojos veían. Sus manos estaban cubiertas de sangre.

Ella ahogó un grito y, al levantar la mirada, sintió un vuelco en su estómago que estuvo a punto de hacerla vomitar. La silueta oscura se acercaba y, con cada paso, a ella le resultaba más fácil reconocerla. Pero… Era imposible.

Por fin reaccionó, se dio la vuelta y corrió. Había un montacargas al otro lado de la planta, nadie lo usaba nunca porque era peligroso, ella tampoco.
Con el corazón desbocado corrió, huyendo de la tétrica silueta y de la visión de sus manos ensangrentadas. Dobló una esquina y ahí estaba, la entrada al montacargas al final del pasillo.

Entonces, de repente, su tacón derecho crujió y se rompió, haciéndole perder el equilibrio y caer de bruces. Recibió el impacto con las manos y sintió cómo una de sus muñecas se quebraba. Gritó de dolor y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Cuando consiguió despejar su vista, la silueta la había alcanzado y se inclinaba sobre ella. El dolor de su mano se convirtió en un lejano pálpito, su voz se perdió en alguna parte de su garganta y, de pronto, lo único que era capaz de sentir era el crudo y frío pánico.

Se vio arrastrada por aquella figura, que la agarró de la chaqueta. ¿Cómo era posible? Nada tenía sentido, y mientras el montacargas se activaba, con ella dentro, se convenció de que la única explicación era que se trataba de un sueño.

Estaba soñando ¡Sí! Aquello no podía ser real.

El montacargas se detuvo con una sacudida que avivó el dolor de su muñeca. Las puertas se abrieron a la azotea, pero la fantasmagórica figura que la había arrastrado dentro ya no estaba. Desesperada, ella se incorporó como pudo y comenzó a presionar los botones del panel de control, sin éxito. Ninguno reactivó el mecanismo que la llevaría abajo, hasta la salida.

Angustiada, se obligó a controlar su miedo, a desbloquear su mente para encontrar otra forma de escapar. Tal vez habría una escalera de emergencia en la azotea…

Salió, la noche era oscura y cerrada, sin luna, pero las luces de emergencia seguían encendidas. Miró a su alrededor y entonces sus ojos toparon con algo en la pared del montacargas. Se trataba de una plancha de vidrio cubierta de aluminio pulido. Un espejo. Un espejo que reflejó una imagen inconcebible.

No tenía sentido, no podía ser cierto. Quien le devolvía la mirada en ese espejo no era ella, era otra persona. Una mujer distinta, distintos ojos, distinto pelo… Peor aún, una mujer que reconocía. Una mujer muerta.

Una brisa de aire cálido con olor a madera barrió la azotea, arrastrando consigo cenizas, una nube de cenizas que la envolvió mientras miraba la imagen en el espejo. La figura misteriosa reapareció entonces, justo a sus espaldas, y pudo verla por fin con total claridad.

—Sándalo y Cenizas —dijo su propia voz en los labios de aquella figura que tenía sus ojos, su pelo, incluso su ropa.
Súbitamente, todo cobró sentido. Un macabro y retorcido sentido.

“Quémalo en una noche de Luna Nueva” le dijo la bruja, y ella no dudó.

Lo hizo, pidiendo a quien quisiera atender que su rival desapareciera. Quería ese ascenso, lo necesitaba, y no le importaban las consecuencias. Pero vender tu alma al Diablo siempre tiene un lado oculto, una cláusula final cuyo precio, tarde o temprano, se debe pagar.

Con un violento tirón, la figura demoníaca la llevó hasta la cornisa, no importó cuánto forcejease y gritase, terminó pendiendo sobre un abismo de veinte plantas, sintiendo la ingravidez bajo sus pies, únicamente sujeta por las garras de ese ser.

Miró a la cara de su asesina, su propia cara, cuyos ojos brillaban con el resplandor del fuego del Infierno, y comprendió que ese era su final. En adelante algo maligno viviría en su cuerpo, en su casa, y recogería los frutos de su trabajo. Por su culpa, ese monstruo caminaría entre los humanos con total libertad y ella moriría igual que la chica a la que un día consideró su rival.

Cerró los ojos y se arrepintió, pero ya era tarde.
 

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