Un penique por tus pensamientos, por Ally Marcus

Cuando el inspector John Martin llegó al lugar, las ambulancias ya se habían llevado a los heridos. Solo quedaban algunos agentes de la policía barriendo la zona y, por supuesto, los curiosos que miraban la escena, intentando enterarse de qué había pasado.

Normalmente, cuando se trataba de un accidente de tráfico, era la propia policía metropolitana la que se ocupaba de todo. Si había indicios de que alguno de los coches implicados fuese robado, o alguien estuviera relacionado con temas de drogas, se llamaba a los refuerzos, pero nunca se avisaba a un detective. Por eso, por curiosidad, John se apresuró nada más recibir la llamada.

El suceso había tenido lugar en un parque, un coche había invadido la acera y, desbocado, había avanzado hasta la zona verde, arrastrando la valla. Se había llevado por delante a varias personas antes de detenerse junto a la fuente del parque. Del vehículo, según testigos, había salido un hombre que parecía fuera de sus cabales y que, tras amenazar a varios viandantes con un palo, se había sentado en el césped, donde la policía lo había detenido sin encontrar resistencia. Normal. Ese hombre parecía no saber quién era. No sabía dónde estaba, ni tampoco que había atropellado a cinco personas. No sabía que una de ellas había muerto a consecuencia del accidente. 

Cuando John se acercó a él, se encontró con un hombre de mediana edad que mantenía la mirada perdida y babeaba ligeramente, como esas víctimas de lobotomías que había visto en documentales durante sus estudios de criminología.

—¿Qué os ha dicho?

—Nada, señor —respondió un agente—. Es como si no supiera hablar.

John miró su móvil. Hacía veinte minutos que había solicitado la información de aquel hombre. Justo en ese momento le llegó el email.

«George Hartman, 48 años. Electricista. Viudo. Un hijo de 14 años muerto. Sin antecedentes penales. Dos ingresos hospitalarios por ingesta de fármacos, valorados como intento de suicidio.»

¡Ahí estaba! Ese era el nexo con los demás.

 Sus superiores podían seguir pensando que estaba loco, pero ya iban cuatro casos parecidos, y John estaba seguro: Tanto George como los tres casos anteriores habían sido drogados de alguna manera, o agredidos Dios sabía cómo, para perder totalmente la cabeza. Había un agresor en serie en la ciudad, y él iba a demostrarlo.

—Que lo lleven al Hospital General.

Sin más, el detective John Martin se dio la vuelta, regresó a su coche e hizo una llamada. Tras dos tonos contestó un buzón de voz.

—Hola, has llamado a Christina, ahora mismo no puedo contestar, deja tu mensaje y te responderé en cuanto pueda. Gracias —El alegre tono de voz del amor de su vida le produjo de nuevo una punzada en el corazón.

—Hola cariño, soy yo. Estoy cerca, voy a descubrir lo que está pasando con esta gente y voy a llevar al psicópata que lo está haciendo a la cárcel. Sé que siempre te lo digo, pero esta vez es en serio. En cuanto cierre el caso me tomaré unas vacaciones, o mejor, dejaré el cuerpo. Estaré contigo, mi amor. Te llamo luego.

Colgó el teléfono y arrancó en dirección al hospital donde estaban ingresadas, juntas, todas las personas que él consideraba víctimas de ese caso.

La primera había sido una mujer mayor que vivía sola sin familia, sin apenas amigos. Los bomberos dijeron que su casa se había incendiado debido a un descuido, pero John sospechaba que alguien la había dejado en ese estado, casi vegetal, antes de originarse el fuego. Todos en el cuerpo le creyeron loco, paranoico. ¿Qué había de raro en que una mujer mayor perdiera la cabeza? Estaban convencidos de que era simple demencia, pero los médicos no podían certificar que su estado lo causara una enfermedad. Ninguna demencia aparecía de la noche a la mañana…

La segunda víctima, por contra, era una chica joven, casi una adolescente. Sus padres habían llamado a los bomberos porque ella se había encerrado en su habitación, con la llave echada por dentro, y no respondía a sus llamadas. La encontraron igual que a la mujer mayor, perdida en una cabeza que de repente se había quedado vacía. Sus padres aseguraban que era una chica tranquila pero que había sufrido mucho por el acoso escolar y que no salía ni se relacionaba demasiado. John sospechaba que alguien le había dado alguna sustancia psicotrópica que la había convertido en un vegetal babeante. Lo mismo pensaba de la tercera víctima, un hombre sin techo, un vagabundo alcohólico, sin nombre y sin referencias, que había sido rescatado tras caerse al río. Al sacarle del agua helada descubrieron que apenas era capaz de mantenerse en pie y que ese estado no se debía al alcohol, ya que su sangre estaba prácticamente limpia.

Todas esas personas habían perdido la cabeza de repente, sin causa aparente, y los médicos no eran capaces de descubrir por qué. John estaba seguro de que alguien se había aprovechado de su vulnerabilidad para hacerles daño, y él iba a hacer todo lo posible para descubrir quién era.

—¿Alguna mejoría? —Preguntó a la doctora que atendía sus casos sin resolver.

—Nada por ahora —respondió—. Hemos hecho algunos escáneres, pruebas de respuesta neurológica, y no hay apenas actividad cortical. Es muy extraño, como si alguien o algo les hubiera absorbido el pensamiento.

—Pero… ¿Cómo?

—No tenemos ni idea, detective —admitió la doctora—. Seguiremos investigando.

—¿Podría ser algún tipo de sustancia? —Quiso saber John.

—Si esto lo causara una sustancia, sería sin duda la más letal y destructiva que se ha visto en la historia de la medicina, detective.

Escuchar eso hizo que John desease estar equivocado, pero, si no era una droga, ¿qué podía ser?

—Parece que es verdad eso que dicen… —suspiró entonces la mujer—. Quien la sigue, la consigue.

—¿Qué quiere decir?

—He estado mirando los historiales de estas personas, todos ellos habían tratado de acabar con sus vidas antes. Es complicado que suceda, pero, si recuperan la memoria van a necesitar mucha terapia.

Dicho esto, la doctora se dio la vuelta y volvió a sus quehaceres. Lo que no sabía era la idea que sus palabras habían plantado en la fértil mente de John Martin. ¿Y si nadie les había hecho eso? ¿Y si esas personas tan desgraciadas se lo habían hecho a sí mismas?

John volvió a comisaría, a su despacho, y se dispuso a repasar los casos.

Adele Norton, la mujer mayor, no había salido de su casa en una semana, según sus vecinos. No constaban llamadas telefónicas, no tenía internet, no había recibido visitas. Su vecina contó a la policía que la anciana apenas comía, que no tomaba la medicación recetada para sus achaques y que no dejaba de rezar para echarse a la cama y no volver a despertar. Lo decía en serio, al parecer. ¿Y si sus rezos habían sido escuchados?

Julia Bellefort, la adolescente, tenía un blog donde llevaba tiempo escribiendo relatos y textos llenos de ideas suicidas. Entre esas palabras se podían encontrar mil pruebas de la profunda depresión en que el acoso y la soledad la habían sumido, pero nadie había hecho nada. A John le estremecía pensar en cómo la extrema tristeza de alguien podía pasar tan desapercibida a los demás, por muy allegados que fuesen. Él lo sabía bien…

Continuó leyendo. El vagabundo Sin Nombre tampoco tenía historia, pero, como muchos de los hombres y mujeres que vivían en la calle, seguro que razones para querer morir no le faltaban. De hecho, no habían podido averiguar el momento o el motivo por el que había saltado al río esa mañana ya que, cuando los equipos de emergencias lo sacaron, ya era tarde para hablar con él.

Y por último estaba George, el del parque. Había perdido a su familia en un accidente de tráfico hacía un año, también perdió su trabajo y estaban a punto de desahuciarle.

John buscó en el archivo el documento del atestado policial más reciente, en él leyó el testimonio de un antiguo compañero de trabajo de George. Este revelaba a la policía que el pobre hombre lo había perdido todo, también las ganas de vivir, y prueba de ello eran sus dos intentos de suicidio. ¿Habría sido el de aquella mañana el tercero?

John llamó de nuevo por teléfono, y otra vez le contestó el buzón de voz. Mientras miraba la fotografía de su novia, Christina, colocada en un marco sobre su mesa, le contó a su contestador las novedades.

—Hola, soy yo otra vez. Estoy cerca, cariño, muy cerca. Tal vez se trata de una secta o algún timador inhumano que les vende algo para matarse, algo que ha salido mal… No lo sé, es terrible, aunque… Puedo entenderles un poco —John suspiró—. Ya sabes que yo he pensado en ello, demasiado a menudo quizá, desde que…

Con lágrimas en los ojos, John colgó. Guardó la documentación a buen recaudo en su escritorio y decidió ir a descansar un rato.

La noche era cerrada ya, la calle estaba vacía a las tres de la madrugada de un miércoles. John se metió en su coche y encendió la radio. Se incorporó al fluido tráfico y condujo en dirección a su casa. Aparcó en la calle y miró con melancolía el portal y el piso, pero no salió del coche aún. Cada día le costaba más y más regresar a ese apartamento vacío, sin Christina.

Entonces, de pronto, la radio emitió un sonido extraño, como una nana siniestra, audible por encima de un suave ruido de estática. Una voz tétrica dijo su nombre.

—John, John Martin…

—¿Qué cojones? —Masculló él, confuso. Giró la ruleta, aunque el sonido no cambió.

—Siento tu dolor John, sé lo que estás sufriendo —dijo la voz.

Asustado, John apagó la radio. Quitó las llaves del contacto y salió del coche. Su mente racional encontró una explicación a las voces. Seguramente se debía al cansancio extremo que estaba soportando. Sí, tenía que ser eso…

Subió a su apartamento. En el ascensor volvió a escuchar esa voz, pero la ignoró.

—John…

Se metió en esa casa tan bonita, esa que Christina había decorado, donde habían vivido juntos casi seis años maravillosos… Y entonces la voz volvió a sonar, más fuerte, más firme, y mucho más espeluznante.

—No puedes huir de mí, John. Sé lo que sientes, sé lo que sufres. He escuchado tu llamada.

Fue entonces cuando lo vio. Una sombra en la pared, una figura extraña reflejada en los espejos, destellos en los cristales de las ventanas… ¿Un puto fantasma? ¡No podía ser! ¿Acaso se había vuelto loco él también?

—¿Qué coño quieres?

—Quiero… quiero lo que tú quieres, John —susurró la voz de ultratumba—. Quiero olvidar.

—Yo no quiero olvidar, joder.

—Claro que sí —contestó la voz—. Lo que no recuerdas no puede hacerte daño.

John no supo responder. La voz tenía razón, era indiscutible, pero, ¿de verdad era eso lo que quería? ¿Y qué demonios era la voz, un fantasma? Quizá era su propia mente, que perdía al fin su conexión con la realidad.

La comprensión lo golpeó como un mazazo. Quién o qué era esa voz no importaba, lo importante era que por fin había descubierto al responsable de sus casos sin resolver. El asesino silencioso lo había encontrado, y ahora tenía la oportunidad de descubrir cómo lo hacía, cómo convertía a sus víctimas en marionetas huecas.

John metió la mano en su bolsillo y cogió su móvil, buscó a tientas la grabadora y accionó disimuladamente el botón para grabar en audio lo que siguiera.

—¿Acaso vas a borrar de mi mente todo lo que me hace daño? ¿Es eso lo que propones? —Preguntó John en voz alta, mientras la sombra misteriosa seguía recorriendo las paredes de su casa.

—Caliente, caliente…

—Nadie puede hacer eso —rio John.

—Yo sí.

—Me dejarás como un muñeco de trapo, igual que a los anteriores.

—En realidad eso te da igual, John —replicó la voz, con seguridad—. ¿Qué diferencia hay entre eso y estar muerto? Tú has deseado estar muerto muchas veces, y muy en serio. No olvides que conozco todo lo que piensas, también todo lo que has pensado, todo lo que sientes o has sentido…

—Joder, pero, ¿quién demonios eres?

—Caliente, John… Caliente.

Un escalofrío recorrió entonces la espalda del detective. En sus quince años de profesión había visto todo tipo de monstruos y había bromeado con la idea de que el mismo demonio intervenía en sus actos, pero jamás pensó que, de alguna manera, esa broma pudiera tener algo de verdad.

—Y bien, John, espero respuesta —insistió la voz—. ¿Quieres olvidar todo eso que te está haciendo daño?

—¿Me preguntas si quiero olvidarla a ella?

—Caliente, John —respondió ese ente intimidante, ese ser incorpóreo que le acechaba desde las paredes de su piso—. Te quemas, lo noto, y quiero salvarte de tu Infierno en vida.

John casi rio ante aquel comentario, se hubiera carcajeado si no fuera por el crudo pavor que comenzaba a extenderse por su cuerpo. Miró las fotos de Christina repartidas por la estancia y su corazón se encogió de dolor.

—¿Y qué pasa si acepto?

—Si aceptas, tenemos un trato —replicó la siniestra voz—. Ya no habrá más dolor.

—¿Cuál es el truco?

—No hay truco, John, solo un intercambio. Los recuerdos dolorosos son deliciosos, yo los quiero y tú no. Formamos una simbiosis perfecta, así que… ¿Tenemos un trato?

Por última vez, John miró las fotos de Christina y una idea inesperada brotó en su mente. No tenía razones para resistirse a ese trato con el demonio, ni siquiera sabiendo en qué iba a convertirle. Comprobó que la grabación seguía en marcha en su teléfono móvil y le consoló que, al menos, todo lo que sucediera a continuación, fuese lo que fuese, quedaría grabado. Sus compañeros tendrían la respuesta al caso, por muy inverosímil que pareciese.

—¿Trato hecho, John? —Repitió la voz.

El detective tomó por fin una decisión.

—Sí, trato hecho —Respondió.

 ***

A la mañana siguiente, y tras varias horas haciendo llamadas que no recibieron respuesta, el agente Globerman fue a buscar a su jefe a su casa. Curiosamente, la puerta estaba entreabierta y, alarmado, el joven policía sacó su arma y solicitó refuerzos por radio. Cuando una patrulla acudió a su llamada, todos accedieron al interior del piso.

No había intrusos, pero encontraron al detective John Martin en medio de su salón, totalmente ido, con la mirada perdida y la cabeza vacía de pensamientos. En su mano se encontraba el teléfono que llevaba sonando toda la mañana. El agente Globerman lo arrancó de entre sus dedos y lo inspeccionó. Había varios avisos de mensaje en la pantalla. Algunos eran de él mismo, otros de sus superiores; también había uno de una doctora. Le anunciaba la muerte de los implicados en el caso durante la noche. Por último, había un archivo de audio procedente de la grabadora del propio móvil. El agente Globerman lo abrió y comprobó que, a lo largo de sus treinta minutos de grabación, no se escuchaba nada más que ruido blanco.

Metió el móvil en una bolsa de plástico y llamó de inmediato a los equipos de criminalística. Tenían una nueva escena del crimen.

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